Máximo Paz, agosto del año mil novecientos cincuenta y nueve.
_Talán, tilín...
Golpeaba la bacinilla contra las patas de los muebles.
_Elena ¿qué es ese ruido?
_Splashh!
_Carajo! Agua! Agua!
Silenciosa, enroscándose en remolinos serpentosos, avasallando, cubriéndolo todo apareció una noche debajo de las camas...
En inmundo acople con los pozos ciegos, lavando los fangos de los gallineros, el arroyo desbordó su cauce. Extendió sus mil brazos por calles y zanjas golpeando en sí mismo su furia, llevando en su cresta astillas, ramaje y el bicherío que pugnaba por salvarse. El bicherío, trepando, arañando, en oscura y muda lucha.
En los alambrados, cabellera de juncos deteniendo cadáveres de perros y ganado.
Un manto furioso, rebelde, insano, que todo lo toma, lo envuelve, lo ahoga y luego inerte lo deja flotando, girando. Abandonando en los canteros, los cerco y las púas lo vivo y lo muerto.
La bolsa de arena atrincherando la puerta de entrada, el palo que mide la crecida y la familia expectante siguiendo a cada instante el curso del agua.
_Cinco centímetros! Parece que va más lento...
Miríadas de insectos en su trajín por sobrevivir tapizaban los techos, los troncos de los árboles y pugnaban por entrar por las ventanas a buscar la luz del quinqué. Se pegaban unos a otros en marañas confundidas desprendiéndose a veces por su mismo peso ingresando otra vez al torrente para acometer, contra algo seco y seguro.
Carlos, con las piernas flacas y huesudas sumergidas hasta la ingle cruzaba la calle, luchando contra la corriente a buscar la comida y medicamentos al pueblo.
Cuando llegaba al terraplén de las vías, los curiosos que miraban hacia nuestras casitas sumergidas preguntaban si nos íbamos a evacuar.
Hosco, con cara de pocos amigos, negaba.
_Pero, Don Carlos, se viene la noche, y el agua sigue subiendo.
_No hay problema, contestaba, no hay problema. Y, como buen alemán, su respuesta cortaba el aire a todo intento de réplica.
El abuelo controlaba las gallinas, que no se cayeran de los palos, miraba con tristeza su quinta (o lo que asomaba de ella), y discutían con la abuela por las cosas que habían quedado en el suelo y ahora estaban inservibles como el arrabacillo, herramientas, maíz...
Por la noche, un silencio de muerte quebrado por el burbujeo constante y el canto monocorde de las ranas, con voces lejanas que la superficie líquida traía sin reconocer su origen.
Las velas y la vigilia constante, con el mate que pasaba de mano en mano. Pocas palabras, alguna que otra conjetura sobre el tiempo y el constate e inquieto ir y venir hacia la puerta y la medición del agua. El agua que subía y subía.
A veces un grito inesperado, tal vez alguien llamaba. Después… la nada. Ese era mi miedo más grande, el espeso mutismo de la noche con su negrura y el lento correr de las horas.
A pesar de todo me gustaría tanto volver a vivirlo. Ellos, los abuelos que ya no están protegiéndonos. Nosotras divagando en la inocencia y la novedad, disfrutando de una velada distinta, todos juntos, hablando bajito. Del mismo modo como se habla en la sala de espera de un hospital, con murmullos aplastados, secretos. El enfermo era nuestra casa y había que cuidarlo.
Los días posteriores se llenaron de olor a podrido, de tiendas improvisadas, de ropa tendida secándose al sol.
Me hamaco y la tabla
que me lleva y trae
atraviesa el charco
como un estallar.
Corro y el agua
explota en mis pies
se escurre, salpica
y vuelve otra vez.
Los ojos cegados
de tanto resplandor
reflejando mil soles
en miles de espejos
Las ranas cantoras
reinas de jardín
se escapan a los saltos
como un arlequín.
Porqué estás tan triste
querida mamá?
si es tan hermoso
jugar por acá?
Cristina
Cristina tenía sólo ocho años y era muy feliz con la experiencia que la inundación le había regalado.
Todos los adultos estaban ocupados, y ella estaba a sus anchas. Con ojos inocentes veía la creación desbordada. La magia del agua que lava y bautiza envolviendo las casas como un islote. Los animales, entumecidos secándose al sol estaban mansitos y al alcance de sus pequeñas manos.
_Cristinita alcánzame... A ver, tené este alambrecito, Cris...
Me parece verla con su cabello melenita sujeto con vincha, sus piernitas flacas dentro de las botas negras atendiendo como un ayudante incondicional a los abuelitos, metida en el agua, levantando gallinas, buscando huevos, juntando leña.
También recuerdo como mamá secaba y secaba interminablemente los acolchados, sacos, pinturas y almohadas, enjuagando y retorciendo ropa, enjuagando y secando lágrimas.
Anita Pfannkuche
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