Vistas de página en total

18862

11/4/13

Cañuelas, inicio de clases. Locales y visitantes


Inicio de las clases. Escuela secundaria. Locales y visitantes.
 
Con cuánta emoción ante la aventura de lo desconocido revoloteaban en el andén de la estación Máximo Paz un grupo de cinco adolescentes. Viajaban a Cañuelas solos por primera vez.
Las niñas con guardapolvos oliendo a plastitel, cintas en el pelo o una prolija cola de caballo atada (Que horror, cómo se rompía el cabello) La “gomita” era un pedacito de elástico anudado y disimulado con una cinta. Los varones con la clásica corbata finita sobre la camisa blanca, cremita   o celeste, el guardapolvo gris o el overol.
Todos rigurosamente con zapatos lustrados, cabello corto y ni asomo de barba los mayorcitos. La rigurosa afeitada se hacía con hoja Gillette y una maquinita que se abría para colocar la  hoja adentro.
El boleto, un cartón pequeño, casi como una barra de chicle, era el pasaporte para subir a lo que ahora se conoce como “la chanchita”. En su momento, máquinas diésel  nuevas, asientos tapizados de


cuerina marrón, los cromados brillantes y los vidrios de las ventanillas, limpios.
Una vez arriba del tren, entre risas bobas y miradas   furtivas comprobaban que  cada coche estaba lleno de chicas y muchachos que iban como ellas,  a ingresar a las escuelas Industrial y Comercial.
En Vicente Casares, más alumnas. En Alejandro Petión  otras cuatro más.
A su vez, los mayores, acostumbrados a la rutina que recomenzaba después de las ya perdidas vacaciones, sólo bostezaban a esa hora de la mañana, seis y treinta para ser exactos y salían de su modorra sólo para observar el nuevo grupo que alborotaba un poco más,  el vagón.
Venían de Monte Grande, Ezeiza, Lavallol, Tristán Suárez.
El guarda, con una maquinita, perforaba el cartón en el lugar que decía “IDA”, al lado de la fecha (la que observaba minuciosamente)  para descubrir cual de todos podría haber  sido adulterado.
Con el correr de los días, los más pícaros, iban cambiando de vagón para que no se les “marcara” el boleto y así al día siguiente, con suma paciencia retocaban el sello azul  y ese pequeño ahorro les permitía consumir  un café o un alfajor.
¿Parece escandaloso regatear el precio de un boleto? ¿Por tan poquito? Y si, en esa época, estoy hablando de 1962 al 1967 nuestro país  pasaba por una crisis grande y no había plata que alcanzara.
¿Quieren  saber en que hacíamos las cuentas  y los deberes en “borrador”? En  cuadernos caseros fabricados con papel de estraza blanco (el que se usaba para envolver el queso) cortado bien prolijo y puesto en una carpeta de fabricación casera.
Los libros (si… ¡se usaban libros a pesar de la crisis!) los  cargaban  en los brazos, atados con unas cintas elásticas negras o en pesadísimos portafolios de cuero marrón, como usan algunos médicos. (Por supuesto, heredados de varias generaciones)
Las cartucheras, de madera, tipo caja, con tapa corrediza o el clásico distribuidor de lapiceras y lápiz con portaminas, que usaban los industriales.
Seguimos con el relato. A las siete y cinco llegaba  el bullicioso contingente y se desbandaba por toda la estación.
Algunos entraban en el Hotel de Etchezar (justo en la esquina de Libertad y Alem) donde ocupaban todas las mesas posibles y  tomaban un café.
Otros iban a la pizzería de los hermanos Trípode (inolvidables Antonio y Juan, Felisa y Nina) y hacían sus rondas de mesas y risas, reencontrándose después de tres meses.
Las clases comenzaban a las 7 y 45 de manera que había  un  pequeño tiempo para el encuentro, para  reunirse  en cada esquina con los “locales”  o cañuelenses y dejar de ser visitante, forastero o “de ruta” como se  llamaba a los que llegaban viajando.
En automóvil no venía nadie. No existían  las remiseras y sólo había algunos taxis en la estación (Para llamadas había un poste con un teléfono en el playón) y frente a la parroquia, en la plaza principal, otra parada. 

LOS LIBROS. Un comentario aparte.

Se heredaban, se compraban de mano en mano o se canjeaban.
A veces, al quitarle el forro de papel araña se descubría una tapa impecable, a pesar de los muchos años en los que había sido útil de mano en mano.
Es que las maestras insistían mucho en cómo cuidarlos. Se enseñaba a forrarlos, a encolarlos si se despegaban las hojas o a coserlos si el daño era mayor.
Durante mucho tiempo no se cambiaba ni autor ni editorial y así se utilizaba el miso libro  año tras año. Con la llegada de nuevas y coloridas editoriales, promociones y publicidad  los libros  van mutando permanentemente y, sin embargo, todavía hay en alguna biblioteca un viejo libro, sabio para la consulta, a pesar de su edición antigua. Entre nuestros autores locales, podemos mencionar el del Ingeniero César Raffo,  cuyos textos se consultan actualmente  hasta en la universidad.
Ni hablar de las enciclopedias. Con pocos colores, claro. O el diccionario  Kapeluz, de cuero,   en dos tomos… con dibujitos en blanco y negro.
Se habrán dado cuenta los más jóvenes que no había fotocopiadoras.
Como mucho, para hacer más livianas las tareas, se usaban los esténciles para copiar dibujos, el mimeógrafo para imprimir muchas copias, el papel de calcar, borroneado de lápiz en su reverso  o el  simple y fiel  papel carbónico para hacer tres juegos iguales.

LAS CARPETAS
Las había de tapas negras, tres ganchos, con separadores hechos en papel cartulina; de cartón con una lámina de plástico y cordón de zapato para pasar las hojas. Y las grandes de dibujo, tan  incómodas  para llevar. Todas,  inevitablemente rompían los ojalillos.

LOS BOLETOS
En ese entonces circulaba el Expreso Cañuelas, rojo y parecido al  actual “51” que hacia su recorrido  hasta Constitución. Un primoroso viaje de dos horas y media o más,  por la Ruta 205.
Del otro lado, desde  la Ruta 3 llegaban unos micros grandes, Expreso Liniers, con muy poca frecuencia.
Los boletos se cortaban de una maquinita y  venían numerados. Y cuando el número era capicúa se guardaba  como un trofeo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario