Inicio de las clases.
Escuela secundaria. Locales y visitantes.
Con
cuánta emoción ante la aventura de lo desconocido revoloteaban en el andén de
la estación Máximo Paz un grupo de cinco adolescentes. Viajaban a Cañuelas solos
por primera vez.
Las
niñas con guardapolvos oliendo a plastitel, cintas en el pelo o una prolija
cola de caballo atada (Que horror, cómo se rompía el cabello) La “gomita” era
un pedacito de elástico anudado y disimulado con una cinta. Los varones con la
clásica corbata finita sobre la camisa blanca, cremita o
celeste, el guardapolvo gris o el overol.
Todos
rigurosamente con zapatos lustrados, cabello corto y ni asomo de barba los
mayorcitos. La rigurosa afeitada se hacía con hoja Gillette y una maquinita que
se abría para colocar la hoja adentro.
El
boleto, un cartón pequeño, casi como una barra de chicle, era el pasaporte para
subir a lo que ahora se conoce como “la chanchita”. En su momento, máquinas diésel nuevas, asientos tapizados de
cuerina marrón, los cromados brillantes y los vidrios de las ventanillas, limpios.
Una
vez arriba del tren, entre risas bobas y miradas furtivas comprobaban que cada coche estaba lleno de chicas y muchachos
que iban como ellas, a ingresar a las
escuelas Industrial y Comercial.
En
Vicente Casares, más alumnas. En Alejandro Petión otras cuatro más.
A
su vez, los mayores, acostumbrados a la rutina que recomenzaba después de las
ya perdidas vacaciones, sólo bostezaban a esa hora de la mañana, seis y treinta
para ser exactos y salían de su modorra sólo para observar el nuevo grupo que
alborotaba un poco más, el vagón.
Venían
de Monte Grande, Ezeiza, Lavallol, Tristán Suárez.
El
guarda, con una maquinita, perforaba el cartón en el lugar que decía “IDA”, al
lado de la fecha (la que observaba minuciosamente) para descubrir cual de todos podría haber sido adulterado.
Con
el correr de los días, los más pícaros, iban cambiando de vagón para que no se
les “marcara” el boleto y así al día siguiente, con suma paciencia retocaban el
sello azul y ese pequeño ahorro les
permitía consumir un café o un alfajor.
¿Parece
escandaloso regatear el precio de un boleto? ¿Por tan poquito? Y si, en esa
época, estoy hablando de 1962 al 1967 nuestro país pasaba por una crisis grande y no había plata
que alcanzara.
¿Quieren saber en que hacíamos las cuentas y los deberes en “borrador”? En cuadernos caseros fabricados con papel de
estraza blanco (el que se usaba para envolver el queso) cortado bien prolijo y
puesto en una carpeta de fabricación casera.
Los
libros (si… ¡se usaban libros a pesar de la crisis!) los cargaban
en los brazos, atados con unas cintas elásticas negras o en pesadísimos
portafolios de cuero marrón, como usan algunos médicos. (Por supuesto,
heredados de varias generaciones)
Las
cartucheras, de madera, tipo caja, con tapa corrediza o el clásico distribuidor
de lapiceras y lápiz con portaminas, que usaban los industriales.
Seguimos
con el relato. A las siete y cinco llegaba
el bullicioso contingente y se desbandaba por toda la estación.
Algunos
entraban en el Hotel de Etchezar (justo en la esquina de Libertad y Alem) donde
ocupaban todas las mesas posibles y
tomaban un café.
Otros
iban a la pizzería de los hermanos Trípode (inolvidables Antonio y Juan, Felisa
y Nina) y hacían sus rondas de mesas y risas, reencontrándose después de tres
meses.
Las
clases comenzaban a las 7 y 45 de manera que había un
pequeño tiempo para el encuentro, para
reunirse en cada esquina con los
“locales” o cañuelenses y dejar de ser visitante,
forastero o “de ruta” como se llamaba a
los que llegaban viajando.
En
automóvil no venía nadie. No existían las remiseras y sólo había algunos taxis en la
estación (Para llamadas había un poste con un teléfono en el playón) y frente a
la parroquia, en la plaza principal, otra parada.
LOS
LIBROS. Un comentario aparte.
Se
heredaban, se compraban de mano en mano o se canjeaban.
A
veces, al quitarle el forro de papel araña se descubría una tapa impecable, a
pesar de los muchos años en los que había sido útil de mano en mano.
Es
que las maestras insistían mucho en cómo cuidarlos. Se enseñaba a forrarlos, a
encolarlos si se despegaban las hojas o a coserlos si el daño era mayor.
Durante
mucho tiempo no se cambiaba ni autor ni editorial y así se utilizaba el miso
libro año tras año. Con la llegada de
nuevas y coloridas editoriales, promociones y publicidad los libros
van mutando permanentemente y, sin embargo, todavía hay en alguna
biblioteca un viejo libro, sabio para la consulta, a pesar de su edición
antigua. Entre nuestros autores locales, podemos mencionar el del Ingeniero
César Raffo, cuyos textos se consultan
actualmente hasta en la universidad.
Ni
hablar de las enciclopedias. Con pocos colores, claro. O el diccionario Kapeluz, de cuero, en dos tomos… con dibujitos en blanco y
negro.
Se
habrán dado cuenta los más jóvenes que no había fotocopiadoras.
Como
mucho, para hacer más livianas las tareas, se usaban los esténciles para copiar
dibujos, el mimeógrafo para imprimir muchas copias, el papel de calcar,
borroneado de lápiz en su reverso o el simple y fiel
papel carbónico para hacer tres juegos iguales.
LAS
CARPETAS
Las
había de tapas negras, tres ganchos, con separadores hechos en papel cartulina;
de cartón con una lámina de plástico y cordón de zapato para pasar las hojas. Y
las grandes de dibujo, tan
incómodas para llevar. Todas, inevitablemente rompían los ojalillos.
LOS
BOLETOS
En
ese entonces circulaba el Expreso Cañuelas, rojo y parecido al actual “51” que hacia su recorrido hasta Constitución. Un primoroso viaje de dos
horas y media o más, por la Ruta 205.
Del
otro lado, desde la Ruta 3 llegaban unos micros
grandes, Expreso Liniers, con muy poca frecuencia.
Los
boletos se cortaban de una maquinita y
venían numerados. Y cuando el número era capicúa se guardaba como un trofeo.
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