Don Pepe, el zapatero
Cuando llegó a Cañuelas, hace unos treinta años ya parecía muy viejo. Sin embargo, aún la artrosis no lo había atrapado del todo.
Compró la casita destartalada, de una sola habitación (antes parte de una construcción mayor) de muros de 45 cm. que se logran encimando los ladrillos en forma apaisada, con los extremos más angostos hacia adentro y afuera,
¡Don Pepe! Esgrimía su escritura feliz de que “El PAMI” se la había vendido, aunque se llevara parte de su magra jubilación.
Tal vez por esa oferta fue que llegó a nuestro barrio. Y por eso, también se hizo zapatero, para sobrevivir. Venía de Lanús, arrastrando un pasado con una hija y un hijo que no lo querían, y tampoco él los quería. Había sido parte de una orquesta, cantaba bastante bien, pero estaba sordo y gritaba todo el día.
Durante mucho tiempo había sido “motor man” o chofer de tranvía.
Un poco para evitar la soledad, creo, y otro poco para hacer el sustento más digno instaló su taller abriendo los portones de bisagras artríticas y quejosas montando un mostrador-mesa de trabajo casi en la vereda. Allí también estaba el canario, el martillo, un yunque, algunos clavos, las tintas y un tarro de pegamento.
Escrito sobre la chapón azul, promocionaba los arreglos: media suela, taco, tapitas. “Taller moderno de calzado” rezaba la tiza, con que comunicaba sus trabajos.
Cosía alguna que otra zapatilla, todo a mano, con muy pocas herramientas y mucha charla que comenzaba con un: ¿Sabe qué…..?
Cuando el frío arreciaba, el viejo Don Pepe se calentaba por dentro con vino Crosta que le traía el vinero. Y cuando hacía calor…. se refrescaba con el tinto, también.
Publicaba avisos en el diario: “busco señora para compañía.”
Parecía centenario por sus manos de nudos ennegrecidos por la tinta lustre. Sin embargo, sus cejas pobladas, sus dientes intactos deberían habernos dado pistas de su edad y de por qué aun le gustaban las mujeres.
Con los avisos, desfilaban las damas a buscar trabajo. Y menudo chasco se llevaban. El pícaro zapatero ofrecía un mínimo almuerzo, unos mates y muchas gracias por limpiar sus miserias.
Sólo Marta….
Tuvo dos o tres amigas que lo visitaban, una de ellas murió pronto y la otra iba y venía porque se peleaban mucho.
Cuando la artrosis desintegró sus huesos mal nutridos y mal tratados, le echó las culpas al agua y no se baño más, no permitió que lavaran el piso, ni que regaran el piso.
Igual trabajaba sobre el zapato ajeno. Enjuto, oloroso y gritón, un verano cortó las punteras de su calzado dejando asomar las falanges huesudas, largas y con terminaciones “agarfiadas”. Ventilación, decía para omitir que las largas uñas lo molestaban.
En invierno, un gorro fabricado con una manga de pulóver, cubría la maraña gris de su cabeza.
Sólo Marta….
Todas las mañanas el tac, toc de su martillo, ya sin el canario, (que olvidó afuera y fue cena de hambrientos gatos) y sus “¿sabe qué…? cada vez más renegado, más enojado con la autoridad: policía, políticos, curas, todo caía en sus gritos.
Cuando murió “el negro”, un perro peludo, pulguiento y sucio que vivía acostado en la vereda se deprimió bastante. Todos pensábamos que no tenía sentimientos. Esa pena nos conmovió.
Sólo Marta…
Sí, sólo ella podía tener un poco de paz con él. Le hacía los mandados, le cocinaba, le lavaba sus harapos. A veces pedía ropa usada para tirarle los trapos y jergones.
Cuando se cayó, llamamos una ambulancia. Nos echó a todos. Médicos, vecinos, curiosos. Allí nos enteramos que apenas rondadaba los ochenta. Después de ese episodio el martillo se silenció. Volvió a caminar, acompañado de un zapín o escardillo (palita de jardinero con dos picos en un extremo) con el que levantaba todo lo que se le caía al suelo. Sino le acercaban sus libaciones gritaba y golpeaba con ese instrumento el piso, el viejo ropero y hasta a Marta.
Cuando se ponía peor, ella llamaba a los médicos y él los espantaba. Seguía en su catre fundiendo piel y trapos con la mugre. Un día, por la fuerza lo internaron en el nosocomio.
Una mañana, como a los quince días Marta dijo: No más Pepe.
No más Pepe, el zapatero, insistió. Murió en el hospital.
Se llevó a los gritos sus historias. Su sordera de tranvía, su martillo insistente. Nos dejó el recuerdo de un pasajero de la vida, que a pesar de sus enojos, fue querido en el barrio como un solitario por elección y un cañuelense por adopción.
Anita Pfannkuche
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