Don José el enfermero de Máximo Paz, mi abuelo.
Nacido en San Sebastián, España, vasco por línea paterna había sido en su niñez monaguillo y ayudante de una parroquia. Sus manitos pequeñas hacían de estribo del padre cura para subir al burro que lo llevaba a visitar feligreses y repartir bendiciones.
Tal vez esas recorridas por las aldeas templaron su espíritu y lo hicieron solidario, curioso y también temerario.
En su adolescencia fue un labrador que soñaba con otras tierras en una España golpeada por el Franquismo, al borde de una guerra civil.
A los veinte, casado con Dolores Solla Domínguez y dos hijos pequeños, decide probar aventura en América. Haciéndose pasar por timonel aborda un barco con rumbo a Cuba. Cuando lo pusieron al mando del timón… se ligó flor de paliza por mentiroso. De más está decir que no lo arrojaron al mar seguramente porque era un muchacho simpático y fuerte para otras tareas.
En Cuba, además de encontrar una novia caribeña, estudió enfermería en la Cruz Roja Internacional, haciendo de su profesión una verdadera vocación.
Lo que siguió fue un arrebato de amor de Dolores, que enterada de esta situación por una hermana, decidió cruzar el mar detrás de su hombre.
Cuánto coraje debió juntar y cuánto amor empujaría su corazón para desarraigarse de sus seres queridos y abrazada a su hijo mayor, arrinconarse en un barco durante dos meses partiendo su alma en dos. Esta historia es una historia de amor, con despedidas y reencuentros, con llantos y alegrías, con perdones increíbles y promesas gastadas en la que vivieron juntos hasta los noventa años.
Se instalaron en Lanús y José trabajó de enfermero en distintas salas de primeros auxilios y en el hospital Ramos Mejía. Allí crecieron sus hijos, Pepe, Manuela, Héctor y Roberto.
A Máximo Paz, casi en los límites con Vicente Casares, llegaron por los años cincuenta y tantos, donde José construyó su primera casa, cerca de la estancia La Campana.
Allí plantaron frutales, cosechaban verduras y legumbres que repartían a toda la familia. Tenían juventud, alegría, una bomba sapo y mucho esfuerzo de pala y arado.
Con el tiempo hubo un molino de viento que cargaba batería para una radio en un mueble grande de madera. Sólo se encendía para escuchar a Los Pérez García, el radio teatro de Héctor Bates y al Glostora Tango Club. Ahí ya se terminaba la batería y el silencio del campo acunaba la noche.
Tenía un caballo y un pequeño sulky. No hubo jamás pereza en su vocación para salir a dar inyecciones, hacer curaciones, acercar alivio. Con cualquier clima y a cualquier hora.
Con el tiempo, se mudaron detrás de la estación de trenes de Máximo Paz donde levantó su casa, con sus propias manos.
Entre las memorias que le gustaba contar estaba la de una nena de cinco años que había caído sobre brasas y que habían desahuciado. (En esa época no existía la penicilina, todavía)
Don José, con su santa paciencia la llevaba al sol, para que se fueran secando las heridas y la curaba amorosamente contándole historias de barcos y oleajes. Durante mucho tiempo, todos los días, hasta que se hizo el milagro y pudo salvarle la vida.
Algunos veces, ya al oscurecer, llegaban vecinos varones del pueblo a buscar alivio a sus enfermedades más oscuras.
En silencio, respetando siempre el pudor de sus pacientes, preparaba su autoclave para la desinfección, sus ungüentos y su saber.
Trabajó en la Fábrica EZETA de Carlos Spegazzini y cosechó grandes amigos entre los compañeros de trabajo.
De su paso por Cuba (y su amor secreto) guardó para siempre tonaditas y canciones que silbaba entre dientes, mientras trabajaba.
Un hombre bueno, sencillo y sabio. Don José Medrano, el enfermero de Máximo Paz.
Anita Pfannkuche
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