
En realidad, aunque se los llamara en muchas partes del mundo “remendones” los zapateros eran (y son, los pocos que aún existen) verdaderos artesanos.
Muchos de ellos además fabricaban botas de cuero, zapatos a medida, zapatos ortopédicos, sandalias, en pequeña escala, a pedido de sus clientes.
Muchas veces, las familias pagaban por mes el arreglo de todo el calzado.
Don Gregorio Anunciado Garaffa, un inmigrante italiano oriundo de un pueblo llamado Cerrada, en Calabria, llegó en el año 1950 a Cañuelas. Aquí instaló su taller de fabricación y compostura en la calle Lara. A los dos años llegó su familia, su esposa Doña Maria Fiumara y sus cinco hijos: María, Domingo, Salvador, Inmaculada y Blas.
En 1953 se trasladó a la calle 9 de julio, donde Lina abrió una peluquería y Don Garaffa instaló su taller. Daba gusto verlo rodeado de herramientas: martillo, trinchete, cuchilla, clavitos de gran cabeza, una sillita baja para trabajar cómodo y la infinita paciencia para observarlo.
Era un hombre muy conversador, que gustaba mucho hablar de su terruño, y preguntaba y repreguntaba sobre quienes venían a verlo en acción. Al principio era bastante difícil entenderlo, porque su dialecto era dulce y cerrado, pero de a poco, comenzaron a entenderse él con sus amigos y clientes, y los cañuelenses a sus costumbres y modismos. A veces cantaba canzonetas mientras reparaba, y daba gusto sentarse en su taller a oírlo.
El proceso de trabajo dependía de la reparación, pero todo era prolijamente secuenciado.
Se cortaba la suela, se encolaba la capellada y luego se ponían los clavos uno al lado del otro, sujetándolos mientras entre los labios, hasta el golpe del martillo.
Tenía un cajón de lustrar, color rojo, donde guardaba cepillos y cremas para los zapatos, que al salir de su taller fulguraban como nuevos.
Se cosía la suela, agujereando primero el cuero con la lesna para que pasara el hilo encerado. Este trabajo se hacía a mano, se colocaba la plantilla, se perfilaba la suela en caliente, se lustraba y ya estaba listo para su entrega.
Sus hijos siguiendo el oficio, y tienen hace 57 años una zapatería muy conocida, clásica en Cañuelas llamada “La Mundial”, ahora sobre calle Del Carmen.
Don Santiago Gaggioli, también inmigrante italiano, llegó de de Peruggia Citá di Castello con la ilusión viva de trabajar, fundar una casa, ganarse la vida y traer a su familia. Trabajó de en todos los oficios inmaginables, con la pala, con los pinceles, con sus manos. Trabajaba sin fatiga, todo el día, tanto que a veces se olvidaba de comer. Una buena vecina, Higinia Fernández (una persona de alma generosa) le acercaba algo “para picar”. Tenía su local de compostura en la calle libertad, pegado a la casa de Carlitos Noriega. Allí comenzó su oficio, aprendido con Don Gregorio Garaffa, y del que también fue autodidacta, ya que se tomo a sí mismo un examen: desarmando sus propios zapatos y volviéndolos a armar.
Trabajaba sin descanso, en pos de su ilusión y promesa. Pasado un tiempo en que ya tenía muchos clientes -la mayoría portugueses a los que les hacía botas de montar- y sin faltar un domingo a la misa, se le veía trabajar en su terreno. Un gerente de banco Nación que lo vio tan empeñoso le ofreció un crédito a sola firma (cosas de hombres de honor y palabra en el año 1948) para construir su casa.
Y así construyó el lugar donde fue su casa y taller. Sin embargo, su familia no quiso nunca venir a América. Una carta, tal vez una de las últimas que viajaron a Italia envió el mensaje: “si no vienes, eres libre para hacer tu vida”. Solo, siempre triste y trabajando, conoció en la casa de la familia Mazzoleni a una señora de nombre Sara Beatriz Lamas. El amor y la soledad juntaron a estos dos seres. Como se estilaba en esos años, Don Santiago pidió su mano a la dueña de la casa, la Señora Irma Iribarnez de Mazzoleni, y formaron una familia en el seno de la cual nació Beatriz, la luz de los ojos de sus padres. El tiempo, inexorable pasó. Se llevó a Sara y Santiago y en la casa viven guardando un hermoso recuerdo de ellos, Betty y su hijo Santiago, de espíritu sencillo, dulce y trabajador como su abuelo.
El original zapatero de la calle Mozotegui, don Candelas, que había sido cantor (entre otras cosas, ya que no era mucho lo que contaba de su vida), tenía una gran conversación sobre política, actualidad y solía renegar de cuanta cosa se le pusiera en contra. Llegó de Banfield e instaló un tallercito humilde en su vivienda. Sus herramientas eran un martillo, un yunque y algunos clavos, Un tarro de pegamento y una gran conversación. De aspecto extraño y graciosos (usaba un pulóver de gorro para el frío) era un buen remendón que hacía lo que podía. Hace unos años ya que se fue a gritarle al buen Dios sus penurias, dejando al barrio sin sus historias.
Hay una leyenda que habla de los duendes celtas, zapateros de las hadas de alcurnia, que instalan su taller móvil de remendón entre las raíces de un roble, debajo de las plantas de un cerco o seto tupido, o entre las ruinas de una vieja fortaleza celta. Según esta historia, la otra ocupación fundamental de los duendes es la de recolectar y esconder celosamente grandes tesoros, principalmente en monedas de oro, aunque no desdeñan tampoco las joyas y las piedras preciosas, que entierran u ocultan en lugares inaccesibles para los seres humanos.
Con el tiempo, los zapateros remendones se van extinguiendo, dejándonos el golpeteo de sus martillos, sus tintas de lustrar y sus cientos de zapatos olvidados por sus clientes. Habría que ver si el tesoro escondido del que hablan los Celtas, es el recuerdo de sus manos laboriosas y su arte trabajando sobre el calzado, para extenderle su uso, para cosechar amigos, para enseñar su oficio.
Anita Pfannkuche
María Emilia Floriani
María Emilia Floriani
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