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8/2/11

Colón...



Colón...

Un día cualquiera en nuestro pueblo de calles aún polvorientas, con veredas altas y zanjones apareció en la calle Mozotegui en la propiedad de Don Barón Fuentes, un personaje que vivió hasta una edad indefinida, con una personalidad incierta casi como la historia del principito, sin saber de dónde venía, ni hacia dónde quería ir, con sueños de aviador y cantando como Gardel, de quien se decía hijo natural “por una travesura de su vieja”...
Don Fuentes lo instaló para que se cobijara en su propiedad y le cuidara un viejo galpón de paredes de ladrillos asentados en barro, linderos a la antigua casa que se usara de escuela, años después.
Este hombre, que se nombraba a sí mismo Flores, “hijo de Gardel” vivó siempre de la caridad de sus vecinos, por el afecto que le tenían, ya que su orgullo nunca le permitió pedir comida.
Don Roldán, el verdulero del barrio le daba frutas y verduras. Doña Higinia Fernández lo llevaba a su casa, y a cambio de arreglar el jardín, lo hacía bañar y le daba ropa nueva. Don Alejandro Abdo le cortaba el pelo, apartaba todos los días de la mesa un plato de comida “para Colón” y tenían interminables charlas en la vereda en las tardecitas de sol...
A Doña María, le “encomendaba” un jaboncito de olor para lavarse la cara... a Marta y Alcides, la yerba y el azúcar...
Él recordaba haber piloteado aviones de guerra en su juventud de pasado incierto, y entre fantasía y locura se apasionaba con detalles técnicos asombrosamente verídicos.
El apodo de Colón se lo pusieron los estudiantes por su ropa oscura, grande y su cabello gris de penachos ensortijados. Como quien cumple horario, a la entrada y salida de la escuela estaba siempre firme en la esquina mirando pasar los blancos guardapolvos, por la mañana con el portero Martínez y por la tarde con Don López.
Al levantarse, libre al igual que los pájaros, cantaba tangos de Carlitos...
En el fondo de la vivienda, entre árboles frondosos había fabricado con ramas, maderitas, piolín y alambre un avión en perfecta escala. En su delirio, planeaba volar y llevar los planos de su invento a la Fuerza Aérea. Hasta le colocó dos ruedas viejas de ciclomotor. Según se dice, alguna vez intentó volarlo subiéndolo a un techo, con el apoyo travieso y burlón de unos cuantos jóvenes.
Quien sabe que locas fantasías llenaron su existencia, quién puede saber la verdad deshojada de una vida transcurrida entre la bohemia y la libertad absoluta, sin dueños, sin jefes, sin obligaciones, cuando el único dolor posible era el que le reclamaba alguna vez su mal cuidada dentadura o su estómago vacío.
Sin embargo, no todos fueron cantos y sueños. Un grupo de chicos tal vez inocentes pero muy crueles, le había arrojado piedras en la Plaza Belgrano y él perdió un ojo. Fue, en toda su vida, la segunda entrada al hospital, además de una gripe.
Tuvieron que dejarlo desnudo para evitar que se escapara y como un animal acorralado, padeció cada día el horror de una cama con sábanas limpias.
Cuando se vendió la propiedad donde habitaba, detrás de la casa de las hermanas de Don Fuentes, Don Alejandro le armó una pieza y mudaron sus pertenencias.
A la madrugada, algún trasnochador vio en medio de una copiosa lluvia al ya viejo y vencido Colón arrastrar penosamente su destartalado avión hacia su nueva vivienda. Patéticamente, luchando contra el viento, en una fantasmal figura de trapos y maderas llevaba lo que él había creado. Su único tesoro y su tan guardado secreto: su avión.
Caminante incansable de las calles de Cañuelas, se lo podía ver por todos lados. Por su aspecto, muchos le temían, pero nunca se supo que molestara o faltara el respeto a nadie.
Su última morada fue una pieza en la esquina frente a Sabbat. Ya sin su avión, sin su ilusión, solo. Por las mañanas, el aroma del horneado de la panadería y el café recién molido de la confitería se mezclaba con el humo del pequeño fuego que encendía para calentar su mate y el pan viejo de su desayuno. En él volaba su canto, cada vez más apagado y menos comprensible.
Y así se fue. Dormido para siempre en su cama de cartones, olvidado rápidamente por una sociedad a la que perteneció como un espejismo y dejando tan solo en la memoria la noticia de que “el loco Colón”, “pobrecito”, esa terrible noche de invierno, se murió de frío. O tal vez partió al fin en su avión, en un último vuelo, dibujando en el cielo un elefante dentro de una boa.


Por: Anita Pfannkuche


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