Historia de Carlota
Vivo con mi mamá, Kevin, mi pequeño
hermano y nuestro padrastro, en Máximo Paz Oeste. Mi nombre es Juan. El barrio
donde tenemos la casita es humilde, de gente trabajadora. Todos nos conocemos y
está ubicado entre las vías del tren y el arroyo Cañuelas. Es el mes de junio
del año dos mil cuatro.
Llueve desde hace tres días. En las puertas están las bolsas de arena, por si
se viene el agua. Todas las pertenencias
se levantaron sobre sillas, estantes y ropero.
No puedo ayudar. Estoy enyesado en el
tobillo derecho. Cosas del futbol. Tampoco pude salir en la semana a juntar
cartones con el carrito tirado por la Carlota.
La yegua está por parir y es peligroso andar
por el barro. Mucho esfuerzo para el animal
y además, la gente usa los
cartones para los pisos en los días feos.
Esta noche no llueve. Pero algo no está
bien.
El silencio es aplastante, de a ratos un
grito lejano lo desgarra y luego, la nada.
El agua del arroyo, silenciosa, que se
enrosca en remolinos serpentinos, avasallando, cubriéndolo todo aparece, de
pronto, debajo de las camas...
El cauce nos sorprende desbordándose, extendiendo
sus mil brazos por casas, calles y surcos, golpeando en sí mismo su furia.
Lleva en su cresta astillas, ramaje y el bicherío que pugna por salvarse trepando,
arañando, en muda y oscura lucha. Y en inmundo acople con los pozos ciegos,
lava los fangos de los gallineros, los chiqueros y las zanjas.
Me cargan en brazos y voy, junto a Kevin a
la casa de los abuelos. Al menos ellos agregaron a la casilla una pieza de
material. -Es más segura- dice la mami.
Al amanecer, parados en la cama, miramos por la
ventana. El agua es marrón. Un manto furioso, rebelde, insano, que todo lo
toma, lo envuelve, lo ahoga.
Todo lo muerto, lo deja flotando, inerte,
abandonado en los canteros los cercos y las púas.
La abuela, agarrándose de donde puede con
un palo, va al gallinero. De allí regresa con los ojos llenos de lágrimas y
algunos huevos en los bolsillos del delantal.
Habla bajito con el abuelo. -La colorada
que estaba empollando no está, Tanguito el gallo tampoco. Ni un conejo, ni un
pollito. Todo se lo llevó. Sólo quedan dos o tres gallinas viejas que subieron
a los palos - Solloza bajito.
Abu, pregunto… ¿Y la Carlota?
-No sé, Juan, no la vi_ contesta serio el
abuelo. No jodas, pibe, hay muchos problemas. Cuidá a tu hermano-
Miríadas de insectos en su trajín por
sobrevivir tapizan los techos, los troncos de los árboles y pugnan por entrar por las ventanas a
buscar calor. Se pegan unos a otros en
marañas confundidas desprendiéndose a veces por su mismo peso e ingresando otra
vez al torrente para acometer con urgencia, contra algo seco y seguro.
Pienso en Carlota. Nadie la vio. Es fuerte,
habrá buscado refugio. Le puse ese nombre por Carlitos. El nueve de Boca, mi
ídolo. Cuando la encontré abandonada en la quema estaba flaquita, lastimada. Me
costó mucho tiempo sanarla, llevarla a comer pastitos suaves. Hasta el
forrajero colaboró con alimento. Y José, el veterinario, viendo mi dedicación
por ella también me ayudó con los ungüentos. Pero con esa panzota…
A la noche, hay un silencio de muerte
quebrado por el burbujeo constante y el canto monocorde de las ranas. También
algunas voces lejanas que la superficie líquida trae sin reconocer su origen.
Las velas y la vigilia constante, con el
mate que pasa de mano en mano. Escucho pocas palabras, alguna que otra
conjetura sobre el tiempo y el constate e inquieto ir y venir hacia la puerta y
la medición del agua.
Al segundo día, los bomberos pasan desde
el terraplén con una soga, alimentos y ropa seca.
Preguntan si queremos evacuarnos. - ¡No! -
grita el abuelo -gracias, estamos bien-
Dos días más. Y sale el sol.
Todos los adultos están ocupados. Se secan
acolchados, sacos, zapatillas y almohadas. Enjuagando y retorciendo ropa,
enjuagando y secando lágrimas.
Avanza el olor nauseabundo, animales
muertos, trapos podridos. Mi angustia es cada vez más grande.
Cuando me sacan el yeso, una semana después, camino y camino. Golpeo las manos
en cada casa, en cada tranquera, preguntando por Carlota. Todos me acarician la cabeza y me dicen: paciencia, pibe.
Una tarde, cuando ya estoy entregado a la
pena enorme de haberla perdido -porque nada me importa tanto, ni la pelota, ni
las zapas, ni la mochila, ni siquiera la tele quemada- escucho una algarabía en
la puerta. –¡Juan! ¡Juan!- te buscan.
-Es tuyo- me dicen -La mamá no resistió- y
me dejan un potrillito envuelto en una cobija, pura pata huesuda, y una
botella de leche con un guante en la
punta.
A los diez años me convierto en una
persona responsable, con un gran dolor en mi alma y un tesoro entre mis brazos.
Por supuesto, lo llamo Carlitos.
Autor: Ana Pfannkuche
DNI:5867876
Municipio Cañuelas
Categoría: Literatura
Modalidad: Cuento
Primer premio etapa local
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